El equilibrio en la alimentación

Hoy comenzamos ya la tercera semana del programa y cada vez estamos más cerca de tener todas las herramientas para que nuestra alimentación sea saludable. Es sobre este último aspecto en el cual nos vamos a centrar hoy: cómo está influyendo lo que comemos y no comemos en nuestro estado general de salud.

Fijemos un punto de partida: ¿qué es la salud?

Para empezar, debemos entender que el concepto de salud ha evolucionado a lo largo de la historia y en la actualidad se tiende a una visión global de la misma. Atrás han quedado ya versiones restrictivas centradas en la enfermedad que consideraban que la salud existía siempre y cuando no hubiera una patología. Ahora vamos mucho más allá y, de hecho, la Organización Mundial de la Salud define salud como “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”.

De esta manera, no es difícil suponer la gran contribución que tiene en todo esto la alimentación. Como ya aprendimos la semana anterior, comer no es un comportamiento aislado e independiente, sobre este influyen multitud de factores y a su vez, afecta a muy diversos sistemas tanto internos como externos a la persona. Nuestra dieta nos da salud y nos la quita a través de lo que comemos y de cómo comemos. Una alimentación adecuada nos aporta lo necesario para vivir y estar protegidos, mientras que una alimentación incorrecta nos puede hacer enfermar de forma más o menos indirecta. Sin embargo, una alimentación obsesiva también nos daña aislándonos y generando estrés físico y psicológico. Por ello, podemos decir sin lugar a dudas que la salud, a través de nuestra dieta, se encuentra en el equilibrio que establece cada persona individualmente.

Malnutrición por partida doble

Ahora ya centrándonos específicamente en ese componente nutritivo de la dieta, podemos valorar también los tres tipos de situaciones que se pueden dar con respecto a nuestras necesidades individuales. Si lo ejemplificamos a través de una figura en equilibrio, entenderemos que el punto óptimo se encuentra en el adecuado aporte de todos los nutrientes que necesitamos. Por ello, cuando no se cubren los requerimientos se dice que existe una malnutrición por defecto, mientras que cuando estos requerimientos se superan de forma masiva, aparece la malnutrición por exceso. Rápidamente se nos vendrán a la mente imágenes de personas con desnutrición proteico energética y personas con un acúmulo excesivo de grasa en forma de obesidad. Sin embargo, los nutrientes, como ya conocemos, no son sólo fuentes de energía y por eso, existen también carencias nutricionales debidas a deficiencias en vitaminas y minerales, entre las que destaca la prevalente anemia ferropénica. Sin ser un hecho aislado, frecuentemente en nuestra sociedad encontrarnos personas que concentran estas dos problemáticas a través de dietas basadas en alimentos superfluos con escaso valor nutricional y un elevado contenido calórico.

Los estados deficitarios pueden ser consecuencia de una ingesta insuficiente, pero también pueden estar mediados por una reducida capacidad para obtener los nutrientes a través de procesos como la digestión o la absorción, o, por el contrario, por un incremento de las necesidades por enfermedades o estados especialmente catabólicos como podría ser una cirugía. Además, la nutrición conlleva también la dificultad de que los nutrientes no cumplen funciones aisladas en el organismo, y de la misma manera, estos nutrientes se consumen de manera combinada en la dieta a través de los alimentos. Esto tiene como consecuencia una gran diversidad de síntomas y signos que pueden solaparse dificultando el diagnóstico de una deficiencia nutricional.

De forma opuesta, en el extremo del aporte excesivo de nutrientes también encontramos estados de toxicidad, pero estos son muy raramente debidos a la dieta y suelen ser el resultado de la toma de suplementos dietéticos sin supervisión profesional.

En la salud y en la enfermedad: la alimentación como prevención y tratamiento

Como adelantábamos al principio, nuestros hábitos dietéticos son una herramienta muy eficaz a la hora proteger nuestra salud de las denominadas enfermedades crónicas no transmisibles, destacando concretamente el efecto que tiene sobre las enfermedades cardiovasculares y la diabetes. Esto se debe a que entre las posibles causas de estos trastornos se encuentra un patrón alimentario poco saludable. De hecho, en muchas ocasiones ambas patologías parecen estar vinculadas y esto se evidencia a través de diferentes parámetros como los que se incluyen en el diagnóstico del síndrome metabólico. Por ello, las recomendaciones preventivas y de tratamiento tienen frecuentemente una base común, aunque a día de hoy no se conozcan de forma precisa las vías metabólicas subyacentes que relacionan estos problemas con la alimentación.

Por otra parte, la dietoterapia a través de los conocimientos aportados por la ciencia de la nutrición permite establecer pautas alimentarias que ayudan a controlar los síntomas de muy diversas patologías como pueden ser las digestivas, autoinmunes, renales, endocrinas, neurológicas y, las ya nombradas, cardiovasculares y de componente metabólico.

Sin perder el foco de atención: ¿cómo valorar el estado nutricional?

Después de haber entendido mejor que el efecto de la alimentación sobre la salud es complejo, podemos suponer que el panorama a la hora de evaluarla tampoco es muy sencillo.

Durante mucho tiempo se ha utilizado un parámetro para valorar el estado nutricional basado únicamente en el peso, el denominado índice de masa corporal. Sin embargo, este dato matemático no nos aporta ninguna información relevante, sólo es una relación entre el peso y la altura y no nos indica nada sobre la salud de la persona. Una adecuada valoración del estado nutricional implica realizar una evaluación exhaustiva de los hábitos y la dieta que tiene la persona, de su composición corporal mediante distintos procedimientos técnicos que incluyan el análisis de los componentes corporales y su distribución (masa grasa total, masa grasa visceral, masa muscular, masa ósea, componente hídrico, etc.), al igual que un análisis de pruebas médicas como los análisis de sangre o pruebas digestivas.  Por lo tanto, no es difícil suponer que la garantía de que se ha realizado una correcta valoración vendrá de que quien realice la evaluación sea un profesional con competencias y medios para llevarla a cabo.

Por otro lado, no debemos despreciar el valor que aportan nuestras propias autoobservaciones. ¿Quién mejor que uno mismo para valorar cómo se encuentra? Los síntomas que percibimos suelen ser fieles indicativos de cómo nos encontramos orgánicamente. Las molestias digestivas, los problemas dermatológicos, la apatía, las disfunciones menstruales, el estrés crónico y la falta de energía no deberían ser normales en nuestro día a día. Prestémosles la atención que merecen.

Un estigma de peso

Finalmente, todo esto nos lleva a ver que el peso no es un indicativo directo de nuestro estado fisiológico ni metabólico. Estar delgado no es sinónimo de salud, al igual que tener sobrepeso tampoco es sistemáticamente sinónimo de enfermedad.

Nuestra actual sociedad tiene las mayores tasas de prevalencia de sobrepeso y obesidad, sin embargo, también rechaza de forma más o menos indirecta a las personas que no tienen un cuerpo normativo. Llegados a este punto tenemos la información necesaria para poder reflexionar y comprender que ni la salud ni la alimentación dependen de una sola variable.

 

Marta Pascual Laguna

Dietista-nutricionista (Col. MAD00474)